Historias fuertes

JARAGUA

Viajar tiene su costado maravilloso, pero también hay otros costados que no pueden evitarse y están asociados, por más que uno no quiera. Acá les dejo dos historias fuertes que me pasaron. A pesar de ser feos recuerdos las pongo porque compartiéndolas es una forma de hacer catarsis.

-Vocé é a policía , porra!

Hay frases que no se olvidan, y situaciones que son difíciles de borrar, por más que la mente esté empeñada esta tarea para tranquilizarnos y no vivir con ese miedo.

En mis excursiones por trabajo en Brasil tuve buenas, muy buenas, malas, y muy malas. Era mi último dia de las dos semanas de trabajo de campo en las afueras de Sao Paulo, por Jaraguá. Habíamos pasado cerca de algunas favelas y barrios pobres, pero no había pasado nada, pero ese día teníamos que terminar para el medio día (nos quedaban 20 minutos), pasamos con el auto y vimos en la esquina unos chicos, con armas, itakas, radios, y un arsenal de cosas más. En ese momento le dije al motorista que nos fueramos de ahí, pero fue demasiado tarde, porque unos segundos después 3 motos se nos pusieron adelante, otras tantas atrás, y nos bajaron dulcemente con una pistola en la cabeza a cada uno.

Fueron 20 minutos, quizás 30, que a mí me pareció una vida, de hablar (en portugués, con todas las girias de los chicos de favelas) para hacerles entender de que no éramos policías, no los estábamos persiguiendo, y nadie los iba a ir a buscar.

Ellos estaban convencidos de que éramos la policía, que los estábamos persiguiendo, y que nuestra cámara tenía una conexión al centro policial que les mostraba todo lo que se filmaba. Evidentemente la cámara estaba (estábamos trabajando para una empresa de GPS), muy visible, y ellos estaban muy bien filmados lamentablemente. La decisión sobre mi vida estaba entre el chico pasado de drogas que estaba furioso apuntándome con el arma en la cabeza mientras les mostraba cómo funcionaba todo en la computadora, y el líder del grupo, más cerebral, que nos quería hacer desaparecer pero no sabía cómo. El primero me quería matar ahí mismo, y el segundo me quería llevar a un lugar adentro de una casa. Para todo esto, estábamos en el medio de la calle, con todos los vecinos del lugar mirando.

Después de unos minutos en que por suerte el motorista les hizo entrar en razón de que no éramos policías, que yo solo era un licenciado de geografía y que no estábamos armados, nos sacaron todos nuestros instrumentos de trabajo (25 mil dólares el equipo), los rompieron en nuestra cara para que sepamos que no querían robarnos, solo no querían ser filmados, gentilmente me devolvieron el pasaporte, mi billetera y las llaves de mi casa, y nos dejaron irnos con el auto, advirtiéndonos que si veían pasar a otro auto de esos, nos mataban. Narcos con códigos que le dicen.

Lo curioso de todo esto es que cuando veníamos el motorista me dijo que el solía llevar un arma en el auto, pero que ese día no la había llevado. Si la hubiera llevado posiblemente yo no estaría contando esta historia, porque los chicos revisaron todo el auto y solo nos dejaron ir cuando se dieron cuenta de que no estábamos armados. Todavía pienso que podría haber pasado si el chico sacado se sacaba solo un poquito más.

The Beach, the eyes

Si haber sido apuntado con un arma por media hora lo puedo contar como una aventura casi con final feliz, no podría decir lo mismo de mi última triste historia. Tal como la anterior vez, me tomé mi último bus después de más de tres meses y medio por el sudeste asiático, justo cuando empezaba a llover. Hay asientos vacios en el bus, igual yo me siento en un solo asiento, a la izquierda del chofer, a mitad del bus. Un grupito de tailandeses se sientan adelante. Después pasan dos ingleses, vestidos casi iguales, de remera blanca impecable, bermudas de jean, y havaiannas. Los dos tenían unos ojos celestes muy fuertes, llamativos.

Después de una curva a bastante velocidad, el bus intentó esquivar a un camión que venia de la mano contraria pero este nos pegó en la parte de atrás, el bus empieza a colear y abalanzarse para un lado, después para otro, pero no llega a hacer pié, y derrapa sobre el lado izquierdo, como unos 20 metros, hasta que termina tirado al costado de la ruta.

Todo pasa en unos segundos, de pronto hay sangre por todos lados, un chico tailandés que estaba del otro lado de los asientos se me cae encima y trato de contenerlo, una chica tailandesa me pide ayuda con su brazo ensangrentado, la tomo y la saco de entre los vidrios de la ventana, y todos vamos saliendo del bus, como podemos, por la parte de adelante.

Todos menos uno de los chicos ingleses, de ojos color celestes como el mar, que grita desesperado: He is died! My friend is dead!!! Tenía la cara y la remera llena de sangre, de un color rojo inexplicable, lloraba como no entendiendo lo que pasaba.

Era totalmente incomprensible pensar que hacía unos segundos estaba acostado en los asientos y soñando, y ahora estaba viviendo ese calvario, con tanta mala suerte que el único chico que se había ido era su amigo.

Sin título

Lo demás no sabría cómo explicarlo, el temblor que sentía, el hospital, la angustia, pero fue lo peor que me pasó en los viajes, por lejos. Yo leía “The beach”, y el chico que murió leía “Tokio blues”, (otro libro que había leído hacía poco), y escuchaba buena música. Lo sé porque su mochila, junto a su guitarra quedó ahí entre las cosas que juntaron de lo que el chico tenía con él en ese momento. El se fue en ese viaje. Vaya mi homenaje hacia el chico inglés.

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